Se lavantaría en el hotel, y no reconocería el quién y el porqué de la ropa colgándose justamente del otro lado de la ventana del cuarto por una señora aún sin describir. Haría lo que hace todo ser coherente: vistazo alrededor, reconstrucción de los últimos acontecimientos del día anterior, causas y efectos del estado actual y finalmente, reconocimiento del sueño y su correspondencia con éste olor a usados transitorios, con ese olor ajeno pero a la vez reconocido por todos, con el armario y la tele vieja de nadie y por eso sin la posesión sufieciente para convencerse de estar seguro y a salvo.
LLevaría el extremo de su desconocimiento de las cosas, al punto de olvidarse de un bolso y una ropa que conoce hace tantos meses y en tantas ocasiones como éstas. Pero ¿a quién no le gusta andar como ajeno de todo y separarse del repetido del buzo y el pantalón?
Se levantaría y echaría a andar por la ropa y la señora. Y diría cómo se ve tan necesario el rechazo de los lugares y los hombres y mujeres. Y saludarían las frutas, y las plantas que desaparcerían del catálogo. Y dudaría, así como enfatizaría con el verbo de la condición, y me pediría que la condición de las cosas no habría de ser la desdicha y una casa de siempre, una ropa siempre colgada por una siempre misma mujer, y sobre todo, que todo habría de ser puro dale que letra y letra y solo el que escribe nomás.
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